SEGUNDA PARTE: EL CAMINO DEL KIWI
Capítulo 15: Sobre Stephane
Era domingo. Había pasado un mes de nuestra llegada a NZ. Imaginen el entusiasmo de tener nuestra propia camioneta, Amazing, y todo un viaje por delante.
Esa mañana llamé por teléfono a Bigotes (el que nos había contratado en el Tauranga Rugby Club) para preguntarle más detalles sobre el trabajo.
- Hola, Baigot. Somos Freddy, John y Stephane. Nosotros hablamos la semana pasada por el trabajo de jugar al rugby y ayudar en el club y en algunas granjas.
- Ah, hola, sí, sí, cómo andás?
- Bien, solo llamaba para reconfirmar y para preguntar acerca de la paga.
- Claro. Vénganse nomás que el torneo empieza en 10 días y acá hay muchísimo trabajo por hacer.
- Y la paga? - le pregunté.
- La paga es mucho mejor que en cualquier otra empresa de cosecha de kiwis o lo que sea. No se preocupen, estarían ganando mas de $ 150 dólares por día.
- Ah, genial. Entonces nos estamos viendo en 9 días. Adiós.
- Adiós.
Más contentos todavía por la promesa de mucho dinero y buena fortuna, trazamos el itinerario de nuestro viaje y el primer destino por votación unánime fue visitar los Glaciares de Nueva Zelanda. Para ello debíamos atravesar de costa a costa el país y cruzar una serie de montañas por un camino llamado Arthur Pass (al mejor estilo Señor de los Anillos).
Nos subimos a Amazing y encaramos hacia el oeste. La zona de Christchurch es todo llanura pero a medida que te vas para el oeste empieza la pendiente y toda una serie de caminos muy sinuosos e inclinados, muy parecido a la rutas de Bariloche. Y no fue en otra que en la primer montaña que descubrimos uno de los tantos puntos débiles de Amazing. Íbamos manejando pendiente arriba y, real y literalmente, no podíamos pasar los 20 Km. por hora.
Esa mañana llamé por teléfono a Bigotes (el que nos había contratado en el Tauranga Rugby Club) para preguntarle más detalles sobre el trabajo.
- Hola, Baigot. Somos Freddy, John y Stephane. Nosotros hablamos la semana pasada por el trabajo de jugar al rugby y ayudar en el club y en algunas granjas.
- Ah, hola, sí, sí, cómo andás?
- Bien, solo llamaba para reconfirmar y para preguntar acerca de la paga.
- Claro. Vénganse nomás que el torneo empieza en 10 días y acá hay muchísimo trabajo por hacer.
- Y la paga? - le pregunté.
- La paga es mucho mejor que en cualquier otra empresa de cosecha de kiwis o lo que sea. No se preocupen, estarían ganando mas de $ 150 dólares por día.
- Ah, genial. Entonces nos estamos viendo en 9 días. Adiós.
- Adiós.
Más contentos todavía por la promesa de mucho dinero y buena fortuna, trazamos el itinerario de nuestro viaje y el primer destino por votación unánime fue visitar los Glaciares de Nueva Zelanda. Para ello debíamos atravesar de costa a costa el país y cruzar una serie de montañas por un camino llamado Arthur Pass (al mejor estilo Señor de los Anillos).
Nos subimos a Amazing y encaramos hacia el oeste. La zona de Christchurch es todo llanura pero a medida que te vas para el oeste empieza la pendiente y toda una serie de caminos muy sinuosos e inclinados, muy parecido a la rutas de Bariloche. Y no fue en otra que en la primer montaña que descubrimos uno de los tantos puntos débiles de Amazing. Íbamos manejando pendiente arriba y, real y literalmente, no podíamos pasar los 20 Km. por hora.
- Dale, acelerá! – me gritaba Juan.
- No puedo! – gritaba yo nervioso.
Como habían muchas curvas nadie nos podía pasar y detrás nuestro se empezó a acumular una fila de autos que al principio era solo de 5, pero con el pasar de los minutos la cola llegaba hasta el horizonte. Parecía una peregrinación a Tierra Santa.
Yo, desesperado, no sabía qué pasaba y Juan, desesperado, pedía disculpas por la ventana a los otros autos. Fue la primera vez en Nueva Zelanda que escuchamos a la gente tocar bocina cuando conducían.
Cuando llegamos a la cumbre pensamos que la pesadilla había terminado ya que podríamos ir más rápido pero no fue así. En la bajada en vez de acelerar había que frenar y cada vez que lo hacíamos olíamos a plástico quemado y veíamos que salía humo de las ruedas y por el capot. Para evitar intoxicarnos nos pusimos las remeras en las cabezas por lo que parecía una camioneta llena de terroristas. Todos nos miraban desconcertados y aceleraban rápido para alejarse por las dudas a que nos inmolemos en cualquier momento.
Nos detuvimos en el primer pueblito que encontramos y llevamos la camioneta a un mecánico que, gracias a Dios, no tenía bigotes.
Nos dijo que volviéramos en un par de horas. Como éramos realmente prósperos no dudamos en tener un buen almuerzo al mejor estilo francés. Compramos baguettes, algunos quesos finoli finoli, los chicos compraron vino y yo un cipoletti de manzana. Fuimos a un río, almorzamos con mucha paz y pintó siesta. Antoine y Juan ya estaban dormidos. Stephane y yo seguíamos comiendo.
Nos pusimos a charlar sobre nuestras vidas y descubrimos un paralelismo muy fuerte entre nosotros. Tenemos casi la misma edad, él tiene 27, yo 26. Él vive solo en París. Yo vivo solo en Buenos Aires. Tiene un hermano más grande. Yo una hermana más chica. Y en el 2006 su mamá se enfermó de cancer y se murió en menos de un mes. Y ese mismo año mi padre pasó por lo mismo. Era casi como mirarse a un espejo apenas contorsionado. Después de esa tarde mi relación con Stephane fue diferente. Más allá de sus mil defectos, la relación se había vuelto un poco más incondicional.
De repente noté que Stephane lucía un anillo dorado muy voluptuoso en su mano izquierda.
- Y ese anillo? Tiene algún significado?
- Sí, es el anillo de mi familia. Nosotros somos nobles - me respondió seriamente.
- Ja! Claro, yo también – bromeé haciendo alusión a la mentira que soy el hijo del Rey de Argentina.
- En serio… – agregó - yo tengo un castillo.
- Jaja! Sí! – insistí con mi broma - yo también.
Stephane se puso de pie y fue a buscar su computadora portátil.
- Mirá - me dijo. En la pantalla se veía la foto de él en un hermoso castillo de piedras rojas y muchas ventanas.
- Guauu! - yo estaba realmente impresionado - Algún día me vas a invitar?
- Por supuesto. Cuando este viaje termine y en cuanto puedas venir a Europa vamos a hacer una fiesta increíble en mi castillo y vas a poder invitar a quién quieras.
Nos quedamos mirando el río en silencio hasta que Stephane dijo
- Una de las cosas que más extraño es mi castillo.
Yo también me quedé pensando. Creo que pocas veces pensaba en Argentina. Yo no tenía un castillo, tenía una casa. Sin embargo concluí ¿acaso quien no es Rey en su castillo? Quién no es el Señor de su vida? Sí, yo tenía un castillito. Aquella casa de ladrillos huecos con una escalera que te golpeaba en la cabeza si venías distraído. Aquél sabio y viejo calefón que te recordaba cada día que uno no controla todo en su vida y muchas veces los cambios repentinos de temperatura ocurren y no queda otra que adaptarse.
Sí, definitivamente era un castillo.
Yo, desesperado, no sabía qué pasaba y Juan, desesperado, pedía disculpas por la ventana a los otros autos. Fue la primera vez en Nueva Zelanda que escuchamos a la gente tocar bocina cuando conducían.
Cuando llegamos a la cumbre pensamos que la pesadilla había terminado ya que podríamos ir más rápido pero no fue así. En la bajada en vez de acelerar había que frenar y cada vez que lo hacíamos olíamos a plástico quemado y veíamos que salía humo de las ruedas y por el capot. Para evitar intoxicarnos nos pusimos las remeras en las cabezas por lo que parecía una camioneta llena de terroristas. Todos nos miraban desconcertados y aceleraban rápido para alejarse por las dudas a que nos inmolemos en cualquier momento.
Nos detuvimos en el primer pueblito que encontramos y llevamos la camioneta a un mecánico que, gracias a Dios, no tenía bigotes.
Nos dijo que volviéramos en un par de horas. Como éramos realmente prósperos no dudamos en tener un buen almuerzo al mejor estilo francés. Compramos baguettes, algunos quesos finoli finoli, los chicos compraron vino y yo un cipoletti de manzana. Fuimos a un río, almorzamos con mucha paz y pintó siesta. Antoine y Juan ya estaban dormidos. Stephane y yo seguíamos comiendo.
Nos pusimos a charlar sobre nuestras vidas y descubrimos un paralelismo muy fuerte entre nosotros. Tenemos casi la misma edad, él tiene 27, yo 26. Él vive solo en París. Yo vivo solo en Buenos Aires. Tiene un hermano más grande. Yo una hermana más chica. Y en el 2006 su mamá se enfermó de cancer y se murió en menos de un mes. Y ese mismo año mi padre pasó por lo mismo. Era casi como mirarse a un espejo apenas contorsionado. Después de esa tarde mi relación con Stephane fue diferente. Más allá de sus mil defectos, la relación se había vuelto un poco más incondicional.
De repente noté que Stephane lucía un anillo dorado muy voluptuoso en su mano izquierda.
- Y ese anillo? Tiene algún significado?
- Sí, es el anillo de mi familia. Nosotros somos nobles - me respondió seriamente.
- Ja! Claro, yo también – bromeé haciendo alusión a la mentira que soy el hijo del Rey de Argentina.
- En serio… – agregó - yo tengo un castillo.
- Jaja! Sí! – insistí con mi broma - yo también.
Stephane se puso de pie y fue a buscar su computadora portátil.
- Mirá - me dijo. En la pantalla se veía la foto de él en un hermoso castillo de piedras rojas y muchas ventanas.
- Guauu! - yo estaba realmente impresionado - Algún día me vas a invitar?
- Por supuesto. Cuando este viaje termine y en cuanto puedas venir a Europa vamos a hacer una fiesta increíble en mi castillo y vas a poder invitar a quién quieras.
Nos quedamos mirando el río en silencio hasta que Stephane dijo
- Una de las cosas que más extraño es mi castillo.
Yo también me quedé pensando. Creo que pocas veces pensaba en Argentina. Yo no tenía un castillo, tenía una casa. Sin embargo concluí ¿acaso quien no es Rey en su castillo? Quién no es el Señor de su vida? Sí, yo tenía un castillito. Aquella casa de ladrillos huecos con una escalera que te golpeaba en la cabeza si venías distraído. Aquél sabio y viejo calefón que te recordaba cada día que uno no controla todo en su vida y muchas veces los cambios repentinos de temperatura ocurren y no queda otra que adaptarse.
Sí, definitivamente era un castillo.
Mi perro Bruno, su valiente príncipe.
Mi gata Lola, su hermosa princesa.
Aquellos caracoles pitufescos, mis fieles y queridos súbditos.
Aquellas plantas y helechos, mis frondosos bosques y extensas praderas.
Y podría decir también que las hormigas son mis esclavos pero eso ya sería delirar.